Eran las tres de la tarde y seguía en el mismo sitio, allí al fondo de la habitación desparramado en el sillón. Sacó una caja verde de su bolsillo y de ésta un cilindro blanco alargado, metió su otra mano al bolsillo de su camisa y tomó su encendedor, se puso el cigarrillo en la boca y, dando una profunda bocanada, lo encendió. Con el cigarro en mano se enderezó y lo colocó en el cenicero que tenía frente a él, sobre la pila de colillas extintas. Volteó a su izquierda barriendo el comedor con la mirada. Todo estaba en su sitio, ordenado minuciosamente, las sillas alineadas alrededor de la mesa de madera y el servilletero justo en el centro. Tomó su cigarrillo y dio una segunda bocanada al tiempo que se recargaba en el sofá.
Llevaba días con la misma rutina, la cual le había funcionado hasta ahora para quemar los días, para pasar esa etapa de su vida donde sólo el tic-tac del reloj contestaba su mirada. La verdad no hay mucho que decir sobre este personaje salvo algo que a tantos otros les sucede: Hacía dos años que ella lo había cambiado por otro y desde entonces ahogaba el ruido de su cabeza entre cigarros y cervezas. Habían pasado dos años y seguía recordando su sonrisa, su lunar en el cachete, su aroma sin perfumar, sus maltratados cabellos, en fin, todo aquello tan de ella que a él le dolía.
Hace un par de semanas la encontró mientras regresaba a casa, ella iba de la mano con otro tipo, él lo conocía, era el sujeto que la había maltratado y golpeado, el que la despreciaba, el que la lastimaba casi todos los días. Ella había escogido estar con el tipo que la hería en lugar de aquél que la amaba. Esa idea fue la que lo hizo aferrarse de nuevo a su rutina, a su cajetilla.
Realmente no hay mucho que contar de la vida actual del tipo del sofá, in facto, es más sustancial hablar de su gato: la noche anterior la pasó rondando por los techos de la cuadra y batió su propio récord de cacería, tres ratones de tamaño mediano y cinco cucarachas. Se recostó en la azotea de su casa justo a tiempo para ver el amanecer y una vez que la noche había dado paso al día y las estrellas se habían marchado, entró a la casa por la ventana del cuarto de su compañero de casa y se echó sobre la almohada vacía, al lado del humano. Se había despertado sin saber cuanto tiempo había pasado, aunque no es algo que a los gatos les importe, son tan evolucionados que no se preocupan por cosas tan absurdas como el pasar del tiempo, porque ellos no hacen caso de aquello que un fulano les dice que es real, ellos asumen lo que ven, lo que sienten, lo que oyen como real, lo que su propia experiencia les enseña; bajó de la cama y dio un sorbo al agua que tenía cerca, comió unas cuantas croquetas del plato aledaño y salió de la habitación rumbo al piso de abajo.
Lentamente bajó las escaleras y dio vuelta a su izquierda, allí en la sala, en el sillón del fondo estaba su humano, aquel con el que vivía, cuya única responsabilidad era traerle croquetas y servirle agua, no es que él no pudiera hacerlo por sí mismo, es que era lo único que su compañero humano sabía hacer, y hasta eso, no muy bien. Sin embargo lo apreciaba, era gracioso y agradable, aunque últimamente no era una buena compañía, pasaba el día echado en la sala, justo como en ese momento. Se acercó al sillón y se sentó junto a la mesa, justo al lado del humano.
Era una escena curiosa, aunque ya estaba acostumbrado a verlo escupir humo, algo raro y sin sentido, aunque debe ser cosa de su humano. Lo miró fijamente hasta que, como si el humano lo sintiera, volteó y le devolvió la mirada. Ahí estaban los dos, en ese instante una eterna mirada, una conversación sin palabras. El gato empezó a ronronear, el humano a llorar.
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